Frontera en Vitacura

febrero 15, 2021 - admin

Por Marcelo Bauzá

A mediados del año pasado, cuando nos estábamos acostumbrando a vivir en pandemia, recibí la llamada de un conocido que trabaja en inversiones inmobiliarias y con el que habíamos hecho algunos proyectos de investigación. Le pregunté cómo estaba, a lo que contestó: “Bien, mejor que nunca, trabajando desde casa más que antes”. Me alegré, había tanta gente que la estaba pasando mal que no pude dejar de decírselo, a lo que contestó: “Ah, pero esa gente está feliz porque no le gusta trabajar como a nosotros”. Su respuesta es el reflejo de una forma de entender la sociedad que considera que la fórmula para la prosperidad consiste en una combinación de bajos impuestos, mínima regulación y un estado subsidiario. Dentro de esta ideología la delincuencia no se combate ayudando a progresar a los que menos tienen, sino con mano dura, más cárceles y, en su versión extrema, poniendo fronteras para entrar a las comunas ricas.

Esta ideología obviamente no es nueva, se llama neoliberalismo y es la que, asociada al capitalismo, ha dirigido los destinos de buena parte de occidente desde los años 80 a esta parte.

El problema es que cuando la elite económica y política de un país intenta acumular más y más riqueza, protegerse de los impuestos y desentenderse de los servicios públicos porque los adquiere en el sector privado, el resto de la sociedad tiene entonces una buena justificación para estar descontenta porque ve que se está quedando atrás, que los están dejando fuera, y que al gobierno ya no le interesa lo que puedan estar necesitando o sufriendo. Entonces, gran parte de la población se vuelve contra el gobierno y las élites, como ocurrió en Chile con el estallido de octubre o en Francia con los “chalecos amarillos”.

El sociólogo Jack Goldstone[1], que ha dedicado su vida a estudiar los movimientos revolucionarios, nos cuenta que cuando el trabajo se hace por honor, lealtad, deber y cuando los miembros más poderosos de la sociedad trabajan para hacer que ésta en su conjunto sea más rica y fuerte, la sociedad prospera. Pero, cuando las elites simplemente tratan de proteger y extender su propia riqueza a expensas de los demás, la sociedad tarde o temprano colapsa.

Pero si las élites lo saben, ¿por qué lo hacen?

La respuesta es que cuando un país se enriquece, como ha pasado en Chile durante las últimas décadas, y las élites entran a competir entre sí, estas utilizan su riqueza para controlar las políticas del gobierno, tratando de ganar a cualquier costo sin importar las inequidades y el debilitamiento institucional que generan. La dinámica común en sociedades con este nivel de división es que los gobiernos se vuelvan disfuncionales, la política se polarize, las élites se vuelvan egoístas y la población pierda toda fe en que el sistema pueda ofrecerles algo. Así, la ausencia de políticas redistributivas y de regulaciones que protejan al colectivo, por una parte, y la deificación de la empresa privada y el mercado por la otra, han dado por resultado brutales índices de concentración de riqueza, aumento de la desigualdad y el empobrecimiento económico y cultural de la población.

La falta de Estado se ve en ciudades segregadas, con serios problemas de infraestructura por falta de inversión y gestión, y precios de propiedades que no paran de crecer. Por frustrante que sea para los posibles compradores de vivienda, el verdadero dolor lo sienten los arrendatarios y allegados de bajos ingresos, que destinan más de la mitad de sus recursos a pagar servicios de vivienda. A medida que la carga del arriendo se vuelve más severa, los presupuestos de alimentos se reducen, las familias se atomizan y los más vulnerables terminan en campamentos o en la calle[2].

En esta etapa de revisión de nuestro contrato social, y mientras intentamos sacar a la sociedad del conflicto extremo, es fundamental repensar lo colectivo y el Estado. En las últimas décadas, la mayoría de los gobiernos se definieron como “facilitadores” de un sistema de mercado, en lugar de ser “cocreadores de riqueza”. Irónicamente, esto produjo el tipo de gobiernos que nos han llevado a esta crisis: débiles y aparentemente “amigables para los negocios”, pero susceptibles de ser capturados por intereses corporativos y corrupción, y dispuestos a privatizar partes de la economía que debieran estar creando riqueza pública y bienes colectivos.

Una nueva visión del rol del Estado no debe simplemente revertir la preferencia de lo privado por sobre lo público.

Lo que se requiere es una profunda comprensión y reconocimiento del valor de lo público y de que este valor es producido por la sociedad en su conjunto. No sirve seguir pensando que “los pobres son flojos”, que la solución para la delincuencia es “crear una frontera en Vitacura” o que el problema del déficit de vivienda se soluciona aumentando la capacidad de endeudamiento de las familias o facilitando el auge de la industria de la renta.

Tenemos la oportunidad única de restaurar la confianza en que los gobiernos tienen un rol fundamental que cumplir en una sociedad compleja, que pueden funcionar bien, resolver problemas difíciles y realizar las inversiones que necesitamos para las futuras generaciones.

Entre todos, y particularmente quienes detentan el poder y la riqueza, tenemos que trabajar para encontrar “una agenda común” respecto a lo que se debe hacer para fortalecer y mejorar la sociedad, en lugar de estar compitiendo por la supervivencia del más apto. Tenemos diferencias porque somos seres humanos, pero justamente porque somos humanos, tenemos necesidades e intereses comunes y debemos esforzarnos para encontrarlos.

[1] Jack A. Goldstone (nacido el 30 de septiembre de 1953) es un sociólogo, politólogo e historiador estadounidense, especializado en estudios de los movimientos sociales, las revoluciones, la demografía política y el «ascenso de Occidente» en la historia mundial. Es autor o editor de 13 libros y más de 150 artículos de investigación. Es reconocido como una de las principales autoridades en el estudio de las revoluciones y el cambio social a largo plazo.

[2] Tan pronto como la carga del arriendo llega al punto en que los arrendatarios gastan en promedio más de un tercio de sus ingresos en vivienda, la cantidad de personas sin vivienda comienza a aumentar drásticamente.